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Nuestros espacios con nombre y apellidos

Hagamos un ejercicio de memoria: pensemos en plazas o parques donde nos hemos sentido a gusto y en los que, sin saber muy bien por qué, ha sido atractivo estar en diferentes etapas de nuestra vida. Y hagámoslo con los ojos del profano, de quien no es consciente de sus inquietudes relacionadas con la ciudad. Penemos en aquellos lugares en los que las experiencias allí vividas nos hacen esbozar una sonrisa, espacios urbanos en los que se han formado nuestros recuerdos. Pero pensemos también en espacios donde nos ocurre todo lo contrario, que hasta incluso pueden parecernos feos, hostiles y donde nos sentimos inseguros.

¿Qué tienen en común unos y otros?Hagamos el esfuerzo de observar nuestro entorno desde una óptica perceptiva y humana y no desde un ojo estructuralista o planificador.
Redirigimos nuestra mirada hacia aquellos espacios que, al no contar con un uso específico, permiten que lo hagamos todo y al mismo tiempo no hagamos nada. Al no haber sido creados ad hoc para realizar en ellos una actividad en concreto permiten que acontezca lo imprevisto.

O pensemos también en aquellos espacios que, a pesar de haber nacido con un uso preciso, han sido capaces de mutar, evolucionar y permitir que, con el paso del tiempo, pudiesen darse en ellos usos variados y complementarios.
Adquieren la capacidad de hacer ver que la vida social ocurra en ellos, siendo el propio ciudadano quien, como usuario del espacio, genere la actividad y lo convierta en un punto de referencia.

Pueden ser espacios destinados a la contemplación, al juego o al paseo, o ser el soporte para ver o estar con gente o participar de una fiesta popular. Lugares donde, más allá de realizarse un simple tránsito entre diferentes puntos se dan usos compartidos y múltiples.

Muchos de los casos que nos pueden venir a la mente tienen en común que fueron “diseñados” hace mucho tiempo y donde la “participación ciudadana” surgió sin premeditación al transmitirse de manera espontánea de generación en generación. Decimos “diseñados” y no diseñados ya que, curiosamente, la mayor parte de ellos carecían de planeamiento en su origen y fueron creados alejados de dictámenes tecnócratas que les adjudicaban un uso predeterminado. Porque cuando hay una planificación hay implícitamente un juego de contradicciones al querer regular su uso y tradicionalmente comporta deshumanizar los espacios.
Son lugares en los que hay ciertos elementos que ayudan a ordenar el espacio, como bancos o árboles; pero éstos, en lugar de constreñir, son el lienzo sobre el que surgen nuevas formas de utilización, de comunicación, de relación y de convivencia que son capaces de pervivir y acoger personas y usos muy diversos.

Son, incluso, espacios inclusivos, espacios que sin saberlo han devenido espacios adecuados para los más desfavorables; lugares donde se habla, se escucha, se observa, se aprende.

Se contraponen así a aquellos espacios urbanos creados específicamente con un objetivo concreto y que, mediante su diseño, están preparados para funciones muy diversas y, por tanto, menos flexibles. Si no se da el uso para el que fueron pensados, quizás no ocurra nada en ellos.

En todos estos espacios que nos interesan algunas actividades son planificadas y otras espontáneas, pero todas ellas pueden darse por la multiplicidad de funciones diferentes que pueden albergar a lo largo del tiempo independientemente de la forma que tengan.

Pensemos en aquellos espacios sin horarios o que, en caso de tenerlos, permiten ser utilizados en un espectro temporal amplio: patios de escuela que abren sus puertas en horario no escolar, simples cruces de calles que pueden ser el soporte de múltiples encuentros o lugares bajo una sombra construida junto a un pequeño comercio que nos invita a entrar.

Suelen ser espacios de una escala acotada y relativamente delimitados por la sombra de los árboles o de un muro, o patios de interior de manzana rodeados por edificios; pero que están siempre al aire libre y donde, en cierta manera, uno puede sentirse protegido porque hay ‘ojos en la calle’ que miran, conocen y reconocen, posibilitando una vigilancia informal derivada de la proximidad existente entre personas que fomentan un entorno seguro.

Pero dejemos de pensar en lugares que han sido, abandonemos el ejercicio de nostalgia y pensemos en los lugares que serán, en los espacios del presente y del futuro que se van a proyectar para conseguir hacerlos más humanos repitiendo estrategias que han funcionado bien en las viejas ciudades, ´el orden maravilloso que circula bajo el aparente desorden’ que decía Jane Jacobs.
Y apliquémoslo tanto si el espacio a proyectar es interior o exterior, poniendo suma atención en diseñar bien el encuentro entre ambos, el espacio intermedio de tensión que separa la vida secreta de los edificios con el espacio que permanece entre ellos.

Para Luis Kahn un arquitecto podía construir una casa y una ciudad al mismo tiempo solo si consideraba ambas como parte de una esfera maravillosa, expresiva e inspirada. En su metáfora entre el árbol y la hoja con la casa y la ciudad, Aldo Van Eyck entendía la casa como una ciudad pequeña y la ciudad como una casa grande. Ambos se mueven en el límite difuso entre dentro y fuera, en aquello ambiguo entre el edificio y la ciudad.

Es bien conocido el arquitecto planificador que utiliza las herramientas de la gran escala, que diseña la ciudad a vista de pájaro. Y también lo es desde hace un tiempo el arquitecto participativo que piensa la ciudad a la manera de otras disciplinas estableciendo una relación de complicidad con el ciudadano.

Está claro que todo debe funcionar en diferentes escalas y momentos. Pero creemos que es clave que aparezca en una última fase un arquitecto que quiere proyectar la ciudad como proyectaría un edificio. Y a pesar de que pueda parecer un poco naïf, creemos que este último arquitecto con gafas de cerca, que utiliza las herramientas que le son propias por la disciplina arquitectónica, para actuar fuera de los límites que un edificio comporta, debe volver a importar en la ciudad.

Esta manera de proyectar la ciudad utilizando las herramientas del proyecto construido de arquitectura, incluso aquellas propias de la domesticidad, nos parece una forma hábil de pensar y hacer ciudad y que, al prestar atención a los detalles pormenorizados de la escala del peatón, consigue hacerla más humana.

 

* Este texto surge del planteamiento realizado en el n.1 de la revista En Família

** En la imagen se muestra el Palazzo Sanfelice en Nápoles. Vía OfHouses